miércoles, 6 de abril de 2011

Mar afuera

A continuación, os ofrezco la posibilidad de conocer una pequeña parte de mi amigo José Vaquerizo. José escribió un relato en el cual combina tanto ficción como realidad, aunque hay más de lo segundo. Se agradecerán mucho los comentarios sobre el mismo.

“MAR AFUERA”

A Ramón Sampedro,

Que cada cual elija su mar...

En libertad

     Vake tenía sólo cinco años cuando hizo el primer viaje de su vida. Fue a Lourdes, localidad situada en la frontera entre Francia y España, en plenos Pirineos. Su madre partió con él hacia aquel lugar milagroso, según la gente, con la ilusión de hacerle un apaño a su hijo, que falta le hacía. Porque Vake había nacido con una parálisis cerebral provocada por la falta de oxígeno en el cerebro que le haría ir eternamente en una silla de ruedas además de sufrir otros problemas físicos añadidos.

     Una tarde o noche cualquiera, su padre y, a la vez, chofer oficial del Vakemóbil (una especie de Papamóvil pero adaptado a Vake en lugar de al Papa), llevó a su mujer y a su hijo a la estación de trenes. De allí salía una expedición rumbo a Lourdes. Se percibía un montón cuál era el destino de aquel tren porque la mayoría de los que entraban subían en camillas o en sillas de ruedas.

     Aquello era una especie de invasión marciana, lleno de especímenes con diferentes tipos de normalidad.

     El tren que les llevaría hasta la frontera era un borreguero de esos que iban a cinco kilómetros por hora. Quizás un atleta corriendo los 1500m hubiese podido adelantarlo. Además tampoco era muy cómodo y hacía mucho ruido al desplazarse. Al amanecer, el tren, al que también le hacía falta algún milagro que otro, llegó al último pueblo de Girona (España). El próximo pueblo ya era francés (de Francia, por supuesto). Allí se detuvo el tren, si se le podía llamar tren, y tuvieron que hacer trasbordo a otro, pero antes desayunaron. Algún acompañante bajó seriamente dolorido con lo que ahora el número de necesitados de un milagro era mayor que cuando habían subido en la estación de Valencia. Se les veía ilusionados, quizás hubiese suerte y todos volverían caminando a casa en vez de subidos en aquel tren insufrible. La fe que se respiraba entre ellos les mantenía despiertos como un manojo de rosas en plena primavera, o quizás fuese el insoportable ruido que hacia el tren al desplazarse por las vías el que no les dejaba dormir.

     El cambio del país se notó mucho, especialmente en los paisajes que aparecían a cámara lenta por las ventanillas   del tren. Eran bonitas vistas, con mucho colorido, desde el color tierra de la montaña pasando por el verde intenso del prado hasta el blanco más blanco de la nieve. Los vagones del tren parecían los de una montaña rusa, con abundantes subidas y bajadas, pero un poquito más lento que esta atracción de feria.

     El Vake no se despegaba de la ventanilla de su vagón. En su compartimento se encontraba un niño de su misma edad, más o menos, pero que se encontraba mucho peor que él. Estaba como un vegetal, no se movía ni hablaba. También había una chiquilla un poco más mayor que rompía todo lo que veía. Estaba mal del tarro, su especialidad era hacer ruina, según su madre, trocear periódicos, revistas, toda clase de papel que pillaba por delante. Lo realmente peligroso era cuando en vez de papel se encontraba con objetos de otro material más contundente como el cristal. En ese caso era recomendable que cualquier persona que le rodease se pusiese un casco. El Vake viendo este panorama se acordaba de aquel chiste: “Virgencita, virgencita que me quede como estoy”.

     Pasaron el día y la noche subiendo y bajando montañas, hasta que, por fin, a punto de amanecer otra vez, llegaron al sitio milagroso de Lourdes, entre montañas y valles verdes. En medio de aquel lugar, sin ningún tipo de intereses (je, je), había una residencia llena de monjas, curas y frailes, bueno y lo más importante repleto de ellos, de los que iban a ver si les cambiaba la vida por arte de magia o mejor dicho por obra de la Virgen de Lourdes. Todo era muy bonito menos la residencia que parecía un hospital de guerra, con camas que eran como cunas grandes con barrotes bordeándolas para que no se escapasen de allí, aunque era difícil huir en las condiciones físicas en las que se encontraba toda aquella gente. Los horarios eran muy diferentes a los de España: comían a la hora de almorzar y cenaban a la hora de merendar. Además, la comida, como las camas, también era de hospital: apio, nabo, manzana asada…

     Hicieron algunas excursiones por los alrededores, vieron la cueva de la Virgen de Lourdes en la que estaba su imagen y una fuente en la que dicen que caía agua bendecida por ella misma. Al lado pasaba un río con un puente. Al cruzarlo había una especie de salas con bañeras llenas de más agua bendecida por la Virgen. Al Vake también lo metieron allí, pero no sufrió ninguna transformación mágica ni milagrosa. Se quedó como estaba pero mojado. Luego subieron a una montaña donde había imágenes de cuando crucificaron a Jesucristo, el primer comunista según Sabina. Pasaron los días y nada de nada; ni al Vake ni a nadie de los que fue allí les cambió la vida, ni con agua bendecida ni sin bendecir. Todavía quedaba la esperanza del último día (a algo había que agarrarse), cuando se celebraba la Santa Misa. Igual era ahí el momento de salir todo el mundo andando hacía Valencia, pensaba Vake. Pero ni siquiera en la Santa Misa llegó el milagro. Todos volvieron a tierra levantina como habían venido: subidos en un tren borreguero, tumbados en sus camillas o sentados en sus sillas de ruedas.

     La única consolación que les quedaba era que por lo menos habían cambiado de aires y habían visto los Pirineos por la ventanilla del tren.

     Desde entonces el pequeño Vake se volvió incrédulo. Todo aquello le había parecido un montaje y un negocio a costa de desgracias ajenas.

   Y se hizo menos creyente por no decir ateo.

     Una década más tarde, apareció otro tipo de agua en la vida de Vake, cuyo efecto, de vez en cuando, si que provocaba algunos milagros: el agua de Valencia. Una noche de septiembre, sus colegas y él decidieron quedar, como muchas otras tardes o noches, para lo que hiciese falta; beber, cenar, tocar la zambomba (por decir que tocaban algo),... El Chema había propuesto cenar en su casa ya que ese fin de semana estaba solo. Serían unos quince y una silla de ruedas, elemento importante en aquella noche diferente a las demás. Los amigos tomaron la palabra de Chema, antes de que se echara atrás, fueron a comprar comida y bebida al Mercadona, y acudieron a su casa. Una vez allí decidieron lo que iban a comer y beber. Acabaron cocinando unas hamburguesas y elaborando una deliciosa agua de Valencia, bebida típica de Valencia (claro que no va a ser de Galicia, llamándose de esta forma). Aquella agua estaba muy dulce, muy buena y contenía una mezcla explosiva de alcohol (debería tener más alcohol que un tarro de colonia).

     Se pusieron a cenar y a ver un gran partido de fútbol, “R. Madrid – Valencia”, de gran rivalidad por esta tierra. En la primera parte estuvieron tranquilos cenando pero, en la segunda, cuando empezó a hacer efecto el alcohol, se desmadraron y comenzaron las típicas riñas futboleras. A algunos hubo que separarlos para que no se pegaran. Cuando acabó el fútbol y después de comentar el partido decidieron irse al parque del pueblo. Se llevaron lo que había sobrado de agua de Valencia para continuar la fiesta. Una vez allí se encontraron con una prueba de atletismo, el salto de altura. El parque estaba cerrado y ni cortos ni perezosos se pusieron a trepar la valla de dos metros más o menos (más más que menos). Claro que para que saltara el Vake y su silla de ruedas hacia falta otro milagro. Pero lo que no hizo el agua de Lourdes lo hizo la de Valencia.

     ¿Cómo? Los allí presentes se repartieron a cada lado de la valla. Primero lanzaron la silla de ruedas y, después, al paralítico, consiguiendo así el milagro: el Vake esa noche había logrado el record del mundo de salto de altura en silla de ruedas.

     Una vez dentro del parque decidieron jugar al escondite. El Vake siempre se quedaba con el que le tocaba pagar porque su silla abultaba mucho y era muy fácil descubrirlo. Se sentía único en su especie (una especie de animal en extinción). Como siempre le tocaba pagar, conocía todos los trucos de los que se escondían y, ayudado por su buena vista (con gafas), siempre pillaba a unos cuantos de un tirón.

     A la hora y media de estar jugando se oyó una voz muy fuerte y desesperada: ¡¡¡La policía, la policía!!!. La policía les había descubierto a ellos. Los que estaban escondidos desaparecieron del todo y se quedaron solos el Vake y el Charly que en ese momento le tocaba pagar (que mala suerte). A medida que se iban acercando los dos policías las gotas de sudor (sentían el agua de Valencia por su frente) eran más frecuentes. Todavía tenían en sus manos dos vasos de la milagrosa agua, que lanzaron fuera del parque, muy lejos, para no dejar rastro. Los policías llegaron a su destino, como siempre, para joder al primero que se encontrasen. Eran dos tipos que parecían estar compitiendo para ver cuál de ellos era más chulo. Empezaron a registrarles, especialmente a Charly. De repente, escucharon una conversación y el Vake, sin pensárselo dos segundos, para despistarles con algo, les dijo que había más gente dentro del parque.

     Los policías encontraron a los otros chavales en sus escondites. Les pidieron el DNI y otros datos. Al Charly y al Vake les dijeron que les esperasen en la puerta principal. Para ello el Vake y su silla deberían botar la valla con la única ayuda de Charly. Como la noche ya no estaba para más milagros (se había acabado el agua de Valencia) decidieron escapar por un pequeño agujero que habían encontrado, por donde cabía la silla plegada. En la parte de fuera del parque, en un banco, había una pareja de enamorados dándose el lote, a punto de bajarse las cremalleras de los pantalones. El Vake lo sintió mucho, pero tuvo que pedirles ayuda para cruzar el agujero, cortándoles el buen rollo de amor y sexo que se traían entre manos (y piernas).

     Tras unos cuantos enganchones consiguieron salir del parque. Se fueron por patas -el Charly- y ruedas -el Vake- sin rumbo fijo, desobedeciendo a la ley por lo que hubiese podido pasar.

     Aquella noche, acabaron en las fiestas del pueblo de al lado. Allí, como cada tarde o noche, conocieron gente que al principio miraron al Vake como si fuese un marciano, para encontrarse después con un personaje de carne y hueso (con más hueso que carne) que afronta la existencia –en las condiciones que sea- como el milagro mismo: El milagro de estar vivo para poder contarlo.
Aunque el agua que trae los milagros nunca venga de Lourdes.

Que cada cual elija su mar

En libertad.

Escrito por José Vaquerizo Relucio.
Samuel López.

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