
Basada en un libro de Marie-Sabine Roger, sabe recoger con sus diálogos realidades y limitaciones asociadas a las diferentes etapas de la vida y de nuestra sociedad actual con una naturalidad propia del cine francés. Detallista y relista pero con un toque irónico y soñador, la película nos hace reflexionar sobre el trato que se le da a la vejez y la exclusión de los más mayores; así como sobre los prejuicios existentes sobre los analfabetos y la necesidad de compartir bocadillos en una furgoneta.
Un largometraje que se infiltró en taquilla entre tanta historia fantástica, vampiros de dientes largos y efectos especiales para recordarnos que la vida diaria tiene tanta magia como la ciencia ficción; para recordarnos que en un mundo de prisas, fastfood y oficinas también hay tiempo para sentarse en un banco y contar palomas. Para conmemorar, de algún modo, el movimiento de desaceleración o slowlife que surgió en Italia en los años 70.
Es, sin duda, una de esas películas modestas pero con estrella oculta que trata las cotidianeidades diarias de una manera entrañable y que rescata el valor por los libros. Una oda a la lectura como medio de comunicación, con los demás y con uno mismo, como medio de conocimiento y como medio de libertad. Sólo falta la ambientación de una buena banda sonora.
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